AUTOR:
JAVIER GASTON LIESCHE
l sol primaveral entibia la tierra. Innumerables animales, después del prolongado letargo invernal, despiertan lentamente; se agitan en la oscuridad de sus cuevas como si una pesadilla los atormentara; el corazón acelera sus latidos, la respiración se hace más frecuente y un hambre espantosa atormenta sus cuerpos desnutridos por varios meses de forzado ayuno. Al caracol le ocurren también estas cosas. Ha roto la puertecita que cerraba su casa, ha asomado su enjunta cabeza sobre el mantillo que la protegía y mira a su alrededor, como si no supiera qué hacer. Pero pronto se mueve y se dirige despacio pero decidido hacia su alimento. Durante varias horas al día, su lengua rugosa ralla hojas, brotes y arbustos tiernos; el hambre desmedida le hace hasta olvidar, a él que es bastante inteligente, elementales normas de seguridad: permanece al descubierto en pleno día, sin cuidarse de eventuales enemigos y sin protegerse de los rayos del sol que evaporan agua de su cuerpo escasamente protegido por la piel desnuda. Llega el mes de noviembre, rico en hierbas perfumadas y lleno de savia. Pero precisamente entonces el caracol muestra poco apetito; quizás los grandes banquetes precedentes lo han saturado; en efecto, su cuerpo ya no “baila” dentro de la casita. Además se comporta en una forma extraña; está nervioso e inquieto: en sus paseos nocturnos cambia a menudo de posición, sigue las franjas plateadas de baba dejadas en el terreno con sus cuernos inferiores. Un buen día encuentra una compañera; los dos caracoles se detienen uno cerca del otro como mirándose durante largo rato. No hay mucho más que pensar: también en ellos la atracción de los sexos conduce a la “unión conyugal”. La hembra, después de las nupcias, puede volver a darse sus buenos banquetes. En los días cálidos permanece oculta en un agujero del terreno o de una roca y duerme; se mueve sólo después de un aguacero refrescante o de madrugada cuando el rocío ha bañado la tierra. Pero de pronto tiene otra misión que cumplir: la puesta de los huevos. Para este fin cava, en un lugar favorable, un pequeño agujero, y en él deja caer un centenar de huevos blancos, redondos, grandes como un guisantillo; las preciosas pelotitas caen suavemente en el nido, porque son sostenidas en su caída por un hilo vicioso. Después de dos días el caracol ha terminado su importante trabajo. La primavera está por terminar. Llegan entonces los meses más cálidos del año. Comida hay siempre, pero no siempre hay lluvia, y el caracol siente terror por el clima seco y árido; el animalito vive confiado en que el buen Dios piense también en él y le envíe a menudo deliciosos temporales. Por lo demás, en caso contrario, se resigna sabiamente... durmiendo. Llega pronto el otoño, los primeros días fríos y nebulosos. Y entonces el caracol debe prepararse para un sueño que durará unos seis meses. Busca un lugar tranquilo y seguro, en las grietas de las rocas o de los muros y tapias o, más a menudo, en un agujero que cava en el terreno. Allí se queda durante varios días, y permanece así, de manera que su cuerpo se libere de los últimos residuos alimenticios. Después de lo cual e caracol construye e epifragma, o sea un diafragma de sustancia mucosa que, endureciéndose, se hace resistente, y cierra la abertura de la conchilla; en suma, se encierra bien en casa; puede venir el viento, la nieve y el hielo, pero nadie podrá interrumpir su largo sueño.
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